Hace algún tiempo, una amiga me contó que había descubierto, a través de algunas clases de una coaching o algo así, el concepto de conciencia plena. Le pregunté qué era esto de la conciencia plena. Ella me lo explicó con un ejemplo: “si estás en la cocina, lavando una taza, sientes el agua, la taza y te centras en lo que estás haciendo, no piensas en nada más”.
Realmente no lo podía creer. Le dije que me parecía lo más aburrido que había: concentrarme “con consciencia plena” en lavar una taza es algo que no me puedo imaginar. Cuando lavo una taza (las pocas que tego que no se pueden lavar en la máquina) pienso en muchas otras cosas. Por ej., en el siguiente artículo que quiero escribir. O en el libro que estoy leyendo, en lo que me dice su autor o autora. O simplemente, converso con alguien personalmente o por teléfono o escucho un podcast.
Mi amiga me explica que lo de la taza es sólo un ejemplo. Se trata de concentrarse en lo que estás haciendo y no en otra cosa. Sí, es bueno concentrarse en algo cuando ese algo es realmente importante, significativo o es parte de tu trabajo o de tus hobbies. Por ej., cuando juego un partido de ajedrez. Cuando miro un insecto en el microscopio o ahora que estoy leyendo el libro del ajedrecista Garry Kasparov “Winter is coming” y me concentro en el libro.
Es evidente que todos tenemos distintos umbrales de concentración. En este punto, creo que no podemos ser “absolutistas”. Algunos somos más multitasking que otros. Otros, menos. Es obvio que no podemos “cortar a todos con la misma tijera”. Creo que la individualidad, la diversidad y la subjetividad humanas es algo que siempre hay que respetar. Todos somos diferentes: explorar cuáles son nuestros límites y posibilidades es algo propio del “conócete a ti mismo” de Sócrates.
Asimismo, cuando aprendes algo nuevo, tienes que concentrarte más. Por ej., hace algún tiempo, manejé un pequeño camión en la autopista, estábamos haciendo una mudanza y evidentemente, al comienzo del trayecto, tuve que concentrarme mucho, después ya no más: fue muy divertido manejarlo y al final del viaje, ya conducía el pesado vehículo casi “por instinto”.
No tengo ningún problema en concentrarme, aunque las distracciones siempre están ahí, pertenecen a la naturaleza humana. Es imposible permanecer siempre en el túnel y no creo que sea muy saludable. Hay que ser como el policía del tránsito, que señala a la distracción un camino a seguir que no es el camino principal, que es precisamente en el cual me tengo que concentrar. (Entre paréntesis, cuando las “distracciones” vienen por la noche y no te dejan dormir, creo que el mejor consejo es anotarlas en un papel o grabarlas en el celular, dejarlas para después, para que no sigan deambulando y tapando la calle).
Evidentemente, cuando conversas con alguien, tienes que concentrarte en la conversación con esa persona: en lo que ella te dice o dice a los demás y en lo que tú le contestas, le preguntas o comentas. Pero esto no tiene nada que ver con lo que mi amiga llama “conciencia plena”, sino que es un simple tema de educación, de buena educación… de urbanidad, diríamos en lenguaje antiguo (como si sólo los habitantes de las ciudades fueran bien educados).
Leo en Wikipedia que esto de la conciencia plena (Mindfulness o Achtsamkeit) es un concepto que viene del budismo y que la yoga ha hecho popular durante la pandemia. Sí, en este periodo, todo el mundo pretende hacer yoga[1]. Digo “pretende hacer”, porque no creo que realmente practiquen yoga. En el mejor de los casos, hacen algunos ejercicios cuyos nombres aprenden de memoria. Yo también los conozco: la posición del niño, el perro abajo, el saludo al sol, la cobra, el guerrero…
El guerrero, no la guerrera. Yoga era una experiencia masculina, hasta que llegó a los países occidentales y se expandió por ellos: en algún momento dentro de esta expansión, la o el yoga[2] pasó a ser más bien algo femenino, ya que es practicado mayormente por mujeres y no por las más jóvenes. Aunque los gurús o yoguis siguen siendo en su mayoría masculinos, también en Occidente.
Esto me recuerda a un ex-amigo mío que quería ser profesor de yoga. No le llamo ex-amigo porque hayamos peleado, por el contrario, siempre nos llevamos muy bien. Es un ex-amigo, porque es “el ex” de una amiga. Este “ex” hacía su “formación”[3] como profesor de yoga (entre tanto, él mismo daba clases de yoga, pues el boom ya había comenzado) con un “gurú” en en “monasterio budista” (yo nunca creí mucho que realmente fuera un monasterio budista, era más bien, un lugar de eventos; pero esta es otra historia).
El gurú, profesor del ex-de mi amiga no cobraba a sus discípulos por las clases para poder hacer clases de yoga. Cualquiera podría pensar que era muy generoso. Pero, en realidad, las clases no eran gratis, ya que antes o después de cada sesión, les pasaba un recipiente donde cada discípulo tenía que echar un billete de 100 euros por clase, como “donación” al profesor, decía. Esa “donación” de 100 € por hora, era la condición indispensable para participar en su curso. Mi amiga me comentó que su intención era evadir impuestos… Y quién sabe qué más quería evadir…
[1] Ver mi columna Yoga y narcisismo
[2] Parece que es “el yoga”, claro, pega más que “la yoga”.
[3] Master le llamaría en España, país donde todo recibe el nombre de master.